¿A qué te gustaría dedicar más tiempo todos los días?
A tomar el sol acompañado de un buen libro por si me despierto.
¿A qué te gustaría dedicar más tiempo todos los días?
A tomar el sol acompañado de un buen libro por si me despierto.
¿De qué manera un fallo (o un aparente fallo) te prepara para un próximo éxito?
Tengo mis dudas sobre eso de que se aprende de las derrotas: he cometido una gran cantidad de fallos y sigo sin ser más listo. Debería hacer algo bien para variar, igual entonces descubra algo.
Si tuvieras que escribir tu autobiografía, ¿con qué frase empezarías?
Sinceramente, no creo ser yo la persona más adecuada para escribir sobre mí mismo.
Francisco Brines publicaría Las brasas, con el que conseguiría el Premio Adonais, en 1960, libro al que pertenece este poema, cuando todavía no había llegado a cumplir los treinta años y, sin embargo, ya anticipaba en él gran parte de los temas que iban a componer el conjunto de su obra poética.
El propio título, Las brasas, nos revela que, a pesar de su corta edad, Brines percibía el mundo desde una etapa ya avanzada, consumida, que se situaba entre el fuego de la juventud y las cenizas del final.
La poesía de Brines se basa, desde su germen, en dar cuenta de todas esas sensaciones que percibe y que asocia, mediante imágenes claras y vivas, con las emociones y sentimientos que manan de su interior, algo que veremos más claro leyendo el poema:
La sombra de la tierra va creciendo sube los aires, y la noche queda sobre el alto tejado de la casa. Se ensombrece el naranjo, y azahares huelen por el desván, pesan los muros y el hombre que lo habita se detiene para pensar vanos recuerdos. Oye como riegan los nardos, su jardín ve que vuelca por las tapias bajas, limoneros doblando los caminos. Vuelven las estaciones del destierro, y dormita el sillón, y los papeles sin resplandor sobre la mesa vieja. Es la hora de otoño de este día, la hora de la luz de las ventanas desde el camino de las piedras, hombre que siente ya madura su cabeza, destruido el cabello y el cansancio. Meditación inútil, cuando pronto dejará de vivir en esta casa y olvidarán su nombre, cuando piensa que nada le ha quedado de la vida.
Como habréis podido comprobar, la naturaleza es un argumento constante del que percibir experiencias mediante su contemplación a lo largo del tránsito del día, protagonista pasiva de la invasión inevitable de “la sombra de la tierra”, algo que invita al hombre a detenerse y pensar, a recordar, tarea estéril que solo le produce nostalgia.
Y así nos encontramos enfrentados dos sentimientos que la naturaleza produce: la felicidad de internarse en ella y la tristeza del paso del tiempo que ella misma representa. Llega el atardecer y el poeta abandona su trabajo: “Vuelven las estaciones del destierro, / y dormita el sillón, y los papeles / sin resplandor sobre la mesa vieja.” Y es que cualquier día tiene las mismas estaciones que un año, como bien deja reflejado en el verso: “Es la hora de otoño de este día,” es el momento de retirarse cansado e iluminar la soledad del hogar: “la hora de la luz de las ventanas / desde el camino de las piedras, hombre / que siente ya madura su cabeza, / destruido el cabello y el cansancio.”
Y a partir de aquí vemos con claridad otras constantes temáticas de Brines: el tiempo enemigo que todo lo destruye y tiraniza los actos de las personas con su paso inexorable; la melancolía, no únicamente del pasado, sino de lo que ha de venir, o se espera que venga, la muerte, que es final de todo camino y la meta de la vida y, por último, el olvido, la muerte absoluta ante la que nada valen las especulaciones: “Meditación inútil, cuando pronto / dejará de vivir en esta casa / y olvidarán su nombre, cuando piensa / que nada le ha quedado de la vida.”
Francisco Brines, nacido en la localidad valenciana de Oliva el 22 de enero de 1932, a diferencia de otros, tiene la cualidad de que su poesía conecta fácilmente con los lectores, pues todas las claves que emplea están basadas en la experiencia común que, por general, puede ser perfectamente admitida por cualquier persona. Brines, buscando su propia identidad, llegó a configurar un sentimiento humano que podría definirse como universal.
Encuadrado en el grupo poético de los años 50, fue académico de la Real Academia Española de la Lengua, obteniendo a lo largo de su vida bastantes premios y distinciones, entre las que destacan: el Nacional de la Letras Españolas de 1999, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana de 2010 y el Miguel de Cervantes de 2020, falleciendo el 20 de mayo de 2021 en Gandía.
La señora Dalloway es una novela de la escritora británica Virginia Woolf (1882 – 1941) que explora la vida interna de varios personajes, entre los que destacan la señora de clase alta que da título al libro, Mrs Dalloway, y el veterano de guerra Septimus Smith.
La señora Dalloway es una novela contada por un narrador omnisciente. En ella se vive un día de junio de 1923 desde el punto de vista de varias y diversas personas de las que vamos conociendo su vida interior, quedando los eventos reales en segundo plano y destacando las reflexiones de los personajes: recuerdos, sentimientos, temores, esperanzas… La mayor parte de estos personajes pertenecen a la clase media y disponen de bastante tiempo libre, lo que les permite ocuparse en reflexionar sobre lo que podrían haber sido y sobre las causas de su infelicidad, la cual deriva, en buena parte, de sus sentimientos hacia el amor y la sexualidad, aunque también de sus experiencias traumáticas o de su profundo vacío existencial. Las acciones de la novela son limitadas: Clarissa Dalloway está ocupada en organizar la fiesta que piensa realizar por la noche, cuando recibe la visita de su viejo amigo Peter Walsh, que ha regresado de la India, lo que le hace rememorar momentos del pasado y analizar algunas decisiones tomadas. Mientras tanto, su esposo, Richard, está atareado con sus reuniones políticas y su hija, Elizabeth, en sus cosas de adolescente. En otro lugar del mismo barrio londinense, Septimus está teniendo un mal día obsesionado con el recuerdo de su amigo Evans, muerto en la guerra, y convencido de que hay unas fuerzas invisibles que le envían constantes mensajes, al mismo tiempo, su esposa, Lucrezia, preocupada por la salud de su marido, lo lleva a distintos médicos que son incapaces de adivinar lo que tiene, todo ello provoca en la mente enferma de Septimus la convicción de que su única alternativa es el suicidio.
En líneas generales, la novela es un examen de la sociedad contemporánea de Virginia Woolf y de la capacidad de las personas para enfrentarse con los cambios, ya sea de sus vidas, de las clases sociales o familiares. Así mismo, en ella se enfrentan dos tipos de mujeres casi antagonistas, representados por Clarissa y su hija Elizabeth, ancladas en dos generaciones totalmente diferentes y que le sirven para exponer temas como la feminidad, la sexualidad, la identidad e, incluso, la menopausia. Hay que tener en cuenta que Virginia Woolf sentía una profunda preocupación por el papel de la mujer de su tiempo, legado de épocas anteriores como la victoriana y la eduardiana, pretendiendo inventar una nueva forma de representar personajes femeninos que capturaran sus subjetividades, algo que Woolf refleja en sus novelas mediante la incorporación de los cambios pertinentes en sus teorías estéticas a medida que cambian las ideas sociales y las relaciones humanas. Pero, sore todo, lo que esta novela nos plantea es si las personas podemos realmente comunicarnos y conectarnos a pesar de estar encerrados dentro de nuestra propia conciencia.
Clarisa Dalloway es una esposa mundana de clase media alta y anfitriona perfecta en la que descubrimos, a medida que avanza el día, lo cambiantes que pueden llegar a ser sus estados de ánimo y recuerdos, que se contrastan con los puntos de vista y opiniones de los otros personajes de esta historia. La relación de Clarisa y Richard es considerada y amable, sin embargo hay límites verbales y emocionales que no se atreven a cruzar entre sí. El amor que hay entre ellos es fuerte porque lo han cuidado, pero también resulta una barrera que los protege al uno del otro. Ambos poseen sueños perdidos que les mortifican, pero son incapaces de sacrificar su estatus para poder alcanzarlos.
Virginía Woolf, cuyo nombre de soltera era el de Adeline Virginia Stephen, nació en Londres el 25 de enero de 1882, y murió por suicidio el 12 de marzo de 1941. Su vida estuvo rodeada de un ambiente literario, pues era hija del escritor victoriano Leslie Stephen, y la primera esposa de su padreera hija del también escritor William Thackeray, autor de Vanity Fair. Tanto ella como su hermana Vanessa estuvieron desde pequeñas interesadas en las artes. Tras la muerte de su madre en 1985, ambas sufrieron los abusos sexuales de su hermanastro, teniendo Virginia su primer colapso mental a los trece años, al que le seguirían varios a lo largo de su vida. Las hermanas se establecieron e Bloomsbury y Virginia se casó con Leonard Woolf en 1912, trabajando como tipógrafa y lectora para la prensa. En lo concerniente a la escritura, Woolf fue bastante prolífica, publicando ensayos, biografías y novelas, donde se revela su interés por las cuestiones sociales y por los derechos de las mujeres. Sin embargo, su vida privada siempre fue problemática con constantes momentos depresivos que las dos guerras mundiales acrecentaron profundamente, dilatados, así mismo, por su constante inseguridad y sus dudas. Hasta que el 12 de marzo de 1941 se lanzó al río Ouse con sus bolsillos repletos de piedras.
Woolf contribuyó a ficción en prosa por medio de sus experimentales corrientes de conciencia y sus estudiadas caracterizaciones, además de influir en el pensamiento crítico con sus reseñas y ensayos analíticos.
Tras muchos años dolorosos abrumada por sus extremas depresiones que le incapacitaron durante un periodo para seguir escribiendo, por lo menos al nivel que ella deseaba, en 1917 fundó, junto a su marido The Hogarth Press, donde se publicarían desde entonces todas sus novelas y las obras de otros escritores contemporáneos, entre las que destacan: El cuarto de Jacob (1922), La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Las olas (1931), Los años (1937) y Entre actos (1941).
En el conjunto de su obra literaria reaccionó contra la sociedad de su época (finales del XIX y principios del XX), atacando la novela tradicional materialista que enfatizaba lo exterior en lugar de explorar la conciencia y la vida interior del yo, siendo la que nos ocupa, La señora Dalloway un perfecto ejemplo de ello con sus monólogos interiores y un estilo de prosa que recrea los procesos mentales de los personajes que, deja bastante patente, se producen de forma inconexa e ilógica.
Esta fue la cuarta novela de William Faulkner (1997-1962). Una obra inquietante y desconcertante que sorprende y absorbe al lector. Fue la favorita de su autor y generalmente se la considera una de las mejores obras de literatura en inglés del siglo XX.
El ruido y la furia consta de cuatro capítulos, unidos por un conjunto común de personajes y temas, pudiéndose leer cada uno de ellos como un trabajo independiente. Todos ellos cuentan el declive de la familia Compson. Los tres primeros se presentan desde la perspectiva de un personaje en particular en cada uno: el primero, fechado el 7 de abril de 1928, se cuenta desde el punto de vista de Benjy; el segundo, fechado el 2 de junio de 1910, está narrado desde la perspectiva de Quentin; el tercero, con fecha del viernes 6 de abril de 1928, lo narra Jason, y el cuarto está narrado en tercera persona y fechado el domingo de Pascua, 8 de abril de 1928. Falta la hermana de todos ellos, Caddy, que sin tener voz propia es el hilo conductor de toda la novela.
Los cuatro hermanos Compson son los personajes centrales de la novela.
Candace Compson es la única hija de la familia. Todos la llaman Caddy y ello confunde a su hermano Benjy que es deficiente mental, ya que así llaman los jugadores de golf a los ayudantes que transportan la bolsa con los palos por el campo vecino donde juegan y que antes era un terreno de la familia vendido para pagar la carrera de Quentin, pues él piensa que todos la llaman a ella. Caddy es una muchacha cariñosa, impulsiva y promiscua, tanto que incluso incita a Quentin a tener relaciones sexuales con ella, por lo que, cuando se queda embarazada, él no tiene muy claro quién es el padre de ese hijo. Ella se dedica siempre a sus hermanos, menos a Jason, con quien no tiene muy buena relación. Asimismo, tampoco tiene buena sintonía con su madre. Tras dar a luz a una niña, a la que había puesto el nombre de su amado hermano muerto Quentin, antes incluso de saber el sexo de la criatura, la deja con la familia y se va de casa, aunque todos los meses envía un cheque para la pequeña.
Quentin Compson está obsesionado por un sentimiento de culpa que le viene de su inquietud por los problemas familiares, como: la venta de unos pastos para pagar sus estudios en Harvard, la pérdida del honor de su hermana, la desesperación mórbida que siente por su hermano disminuido, la atracción que tiene hacia su hermana, el odio hacia los vicios familiares del orgullo y el esnobismo… Todo ello le lleva a suicidarse en junio de 1910, dos meses después del matrimonio de Caddy.
Jason Compson IV, el único hijo que se quedó en la residencia familiar, es una persona egoísta y agresiva que pretende ser el heredero de todo. Controla los ahorros de su madre y se queda con los cheques que su hermana envía para su hija. Al mismo tiempo, es un hombre amargado y fracasado, y quiere deshacerse de sus responsabilidades tanto hacia su sobrina como con los criados de su casa.
Benjamin Compson, Benjy, quien al principio fue llamado Maury por el hermano de su madre. Es un retrasado mental que lo observa todo, huele la tragedia y se lamenta por su viejo terreno vendido para el golf donde jugaba feliz. Ama a su hermana Caddy y a la luz del fuego, pero no puede componer sus pensamientos desordenados en ningún patrón coherente de vida o habla. Es constantemente despreciado por su hermano Jason, quien se queja de su lamentable existencia, lo manda castrar cuando persigue a una muchacha por la calle y finalmente lo envía al asilo estatal de Jackson.
Los padres son Jason Licurgo Compson III y Caroline Bascomb Compson. Él era nieto de un gobernador de Mississippi, hijo de un general confederado y padre del último de los Compson. Al igual que sus ilustres antepasados, su nombre sugiere su pasión: los clásicos; a diferencia de sus antepasados, es incapaz de ganarse la vida o cumplir su ambición más profunda: el estudio de los epigramáticos griegos y latinos. Pero gracias a su filosofía estoica, extraída de su lectura, lo coloca en una buena posición. Habla sabiamente, hace poco, bebe mucho y está cansado de su esposa que se queja constantemente, de su hija descarriada y de sus hijos que discuten. Por su parte, ella es una mujer neurótica con síntomas psicosomáticos. Se queja constantemente de sus males reales o ficticios, es reacia a enfrentarse a la realidad y se regocija de no haber nacido Compson, pues considera que su linaje es superior. Se entrega a sus fantasías y finge ser una dama sureña de antes de la guerra. Su fortaleza en la tragedia es notable, pero victimiza a sus hijos y sirvientes dedicados por entero a mantener su resentimiento y enfermedades.
Quentin, la hija de Caddy y, posiblemente, de su hermano Quentin, aunque también podría ser su padre un joven llamado Dalton Ames con quien su madre retozaba por el mismo tiempo, es criada por Dilsey, la cocinera negra. Quentin es todo lo opuesto a la antigua vida de los Compson. Tan asertiva como su tío, le roba el dinero que él llama suyo, pero que es legítimamente de ella y se fuga con un feriante que ha llegado a la ciudad para Pascua. Hermosa a la manera salvaje de su madre, nunca ha tenido el afecto de nadie, excepto de su morbosa abuela y una sirvienta con el corazón roto.
Detrás de todos ellos, aunque participando de sus vicisitudes, están los criados negros, sobre todo Dilsey Gibson, la acosadora, pero querida criada de la familia negra, cocinera, financiera y benefactora que mantiene los estándares familiares que ya no conciernen a los Compson, profundamente preocupada por ellos, cuida de Benjy, del desafortunado Quentin y de la vieja y quejumbrosa señora de la casa, aunque se resiste al egocéntrico Jason. Dilsey es una mujer cuya naturaleza es sabia y comprensiva, va más allá de los límites de la raza o color, ella perdura por los demás y prolonga las vidas de aquellos que dependen de su astucia y fuerza. El resto son: Roskus, el cochero negro de los Compson cuando los niños eran pequeños. T.P., un sirviente negro que ayuda a cuidar de Benjy y que más tarde se va a vivir a Memphis. Luster, un niño negro de catorce años que es el cuidador y compañero de juegos de Benjy cuando aquél tenía treinta y tres años. Y Frony, la hija de Disey.
Los dos primeros capítulos de El ruido y la furia contienen un texto algo difícil ya que en ellos se representan sendos monólogos interiores de los protagonistas y funcionan igual que el pensamiento de cualquier persona: dando saltos sin control. En ellos se mezclan el pasado y el presente, sensaciones y memoria, sueños y realidad. Aunque algunas escenas son relativamente claras, no siempre estaremos muy seguros de lo que está sucediendo. Por lo tanto, debemos estar dispuestos a aceptar algo que no sea una comprensión completa. Y, aunque nos sintamos desorientados y confundidos, debemos relajarnos con la novela y disfrutar de la viveza del diálogo y la descripción, entonces, a medida que vayamos penetrando en la trama, se nos irán iluminando aquellos trozos que quedaron oscuros.
Aunque la mayor parte de la acción se comunica a través de los pensamientos internos de los personajes, su situación física también juega un papel importante en la novela. Faulkner creó el condado ficticio de Yoknapatawpha en su tercera novela y lo utilizó en muchas de sus obras posteriores, incluyendo la que nos ocupa. Este escenario del Sur en la década de 1920 es perfecto para enfrentar el ideal anticuado del caballero sureño, que defiende el honor de la familia y protege a quienes están a su cuidado, especialmente a las mujeres, con los ideales del mundo moderno y el cambio de las relaciones raciales. Por ello, el orgullo será la perdición de la familia Compson, así como el amor, el natural y el antinatural entre hermanos, el amor entre los sexos y el amor cristiano. Pero, sobre todo, lo que acabó con la familia fue la locura, aquella de Benjy que no le permite comprender la realidad y muestra un mundo en caos a través de su monólogo, o la de Quentin que surge de su incapacidad por lidiar con la realidad y le lleva al suicidio, o el retiro antinatural de la señora Compson y el alcoholismo de su marido. En cambio, los dos personajes que podríamos llamar más cuerdos, como Dilsey y Jason, se basan en su total aceptación de la realidad, mediante la resignación ante la vida de la primera, y mediante la perversión de sus resentimientos, del segundo.
William Faulkner, quien escribió una serie de novelas e historias donde se reflejan verdades y condiciones humanas universales usando el Sur como inspiración y escenario, es considerado uno de los más grandes novelistas estadounidenses y en 1951 ganó el Premio Nobel de Literatura. Sus mejores novelas se sitúan en el condado ficticio de Yoknapatawpha y, en realidad, tratan sobre la gente de su ciudad, Jefferson, y el campo de Mississippi. Sin embargo, sus temas no se encasillan en un tema regional y sus personajes no se limitan a un solo lugar o tiempo, sino que toca las necesidades y emociones humanas universales, usando una retórica poderosa, candente e hipnótica, y explotando la amplia gama y variedad del inglés estadounidense.
Es este un poema de Pablo Neruda, publicado en su libro «Estravagario”, publicado en 1958, donde el poeta chileno reflexiona sobre el silencio y la quietud, imaginando que, tal vez, si consiguiéramos detener por un instante nuestro frenético impulso de hacer y decir, ese sería un instante de verdadera paz.
A CALLARSE Ahora contaremos doce y nos quedamos todos quietos. Por una vez sobre la tierra no hablemos en ningún idioma, por un segundo detengámonos, no movamos tanto los brazos. Sería un minuto fragante, sin prisa, sin locomotoras, todos estaríamos juntos en una inquietud instantánea. Los pescadores del mar frío no harían daño a las ballenas y el trabajador de la sal miraría sus manos rotas. Los que preparan guerras verdes, guerras de gas, guerras de fuego, victorias sin sobrevivientes, se pondrían un traje puro y andarían con sus hermanos por la sombra, sin hacer nada. No se confunda lo que quiero con la inacción definitiva: la vida es sólo lo que se hace, no quiero nada con la muerte. Si no pudimos ser unánimes moviendo tanto nuestras vidas, tal vez no hacer nada una vez, tal vez un gran silencio pueda interrumpir esta tristeza, este no entendernos jamás y amenazarnos con la muerte, tal vez la tierra nos enseñe cuando todo parece muerto y luego todo estaba vivo. Ahora contaré hasta doce y tú te callas y me voy.
¿Os imagináis que fuera posible?: “Ahora contaremos doce y nos quedamos todos quietos”. El mundo, libre de la delirante agitación de la humanidad, continuaría indiferente con su evolución vital, sufriendo simplemente los accidentes propios de su cambiante naturaleza. Durante ese breve tiempo ni un solo gramo de contaminación, ni un solo disparo, ni una sola agresión, ni un solo estruendo, ni una sola huella…
Nuestro planeta es enorme, aunque nuestro impetuoso movimiento lo ha empequeñecido. Hay en él recursos para todos, pero en pocas manos, y el resto se afanan por disputarse las sobras aceptando unas reglas de juego impuestas por un sistema ajeno. Simplemente por eso ya sería importante ese momento de silencio en el que poder reflexionar.
Reflexionar, palabra temida por quienes dominan. El pensamiento es peligroso para quienes tienen algo que perder. Para ello se apoyan en el chorro de palabras, imágenes, sonidos de los medios de comunicación. Esas fuentes constantes e infinitas de (dis)información que no nos dejan pensar, sólo absorber, tragar el escuálido maná que se nos envía en nuestro desierto existencial.
Pero Neruda no quiere que confundamos ese momento de quietud y silencio con la inacción de la muerte, sin embargo, ¿no es ella misma una amenaza cuando pretendemos llegar a acuerdos con las palabras? Por ello puede que no se tan descabellado pensar que no hacer nada se capaz de generar un cambio. Claro que esto es algo bastante utópico, pues en este no hacer nada tendría que participar hasta el último habitante del planeta y eso…
Hay tanto ruido en el mundo que es milagroso que no estemos todos sordos.
La poesía de Neruda tuvo sus periodos románticos y otros sociales, a estos últimos pertenece este poema, pero en todos ellos utiliza las cosas sencillas como elementos poéticos, intentando que todo fuese lo más natural posible para que la mayoría de sus lectores pudieran comprender sus creaciones, usando palabras que emocionaran y figuras retóricas enfocadas en temas populares.
La casa de las bellas durmientes se basa en el viejo mito sobre la utilización por los ancianos de la fragancia propia de las doncellas como elixir de la juventud. Pero todo supuesto milagro conlleva un elevado precio. En este caso, enfrentarse cara a cara con la propia realidad.
Yoshio Eguchi es un hombre de sesenta y siete años a quien un amigo le comenta la existencia de una posada donde se puede yacer junto a una hermosa joven durmiente. Este establecimiento atiende solamente a caballeros ancianos, cuya potencia sexual ya se ha visto mermada considerablemente, pero, a pesar de todo, la casa les exige una serie de estrictas reglas, pues todas las muchachas son vírgenes y deben seguir intactas. La niña está drogada, por lo que no puede ser despertada, y acostada totalmente desnuda en una habitación decorada con cortinas de terciopelo rojo. El anciano debe marcharse por la mañana temprano, antes de que la muchacha despierte, de esta forma, ella nunca sabrá con quién ha estado ni qué ha pasado. Todo lo que este comentario implica despierta la curiosidad de Eguchi, por lo que decide visitar el lugar.
La casa de las bellas durmientes es una novela breve pues consta de tan solo cinco capítulos que corresponden a las cinco visitas de Eguchi y en cada ocasión se acostará con una muchacha diferente, menos en la ultima que, en lugar de una, se encontrará con dos niñas en la cama. Estas sucesivas visitas se convertirán en una especie de viaje a través de los recuerdos provocados por la presencia de cada una de las seis chicas junto a las cuales duerme, en el que irá comprendiendo su propia naturaleza imperfecta y aceptando su propia muerte.
Las cinco visitas de Eguchi a la posada tienen lugar en el transcurso de pocos meses de un mismo año que van desde el otoño hasta mediados del invierno, lo que queda muy claro en la narración por los comentarios con la encargada y los sonidos que llegan desde el exterior, reforzando, de este modo, el impulso metafísico de la novela.
Aunque las chicas junto a las que duerme están vivas y responden a los estímulos, no pueden ser despertadas por mucho que lo intente, y Eguchi, por ello, las ve como cadáveres; considerando que su sueño es una forma de muerte. Sin embargo, él mismo les crea una personalidad y carácter a partir de los detalles físicos que contempla, y la experiencia de acostarse junto a ellas, el aroma de sus cuerpos, los matices en el color de sus pieles y las diferentes texturas, estimulan su memoria, aunque de forma aleatoria, según el impulso surgido del proceso de asociación, pero todos tienen en común el hecho de referirse a una etapa de la vida y pueden variar desde la inocencia de la infancia hasta la experiencia de la muerte.
La casa de las bellas durmientes es una reflexión sobre la aceptación de nuestro cuerpo a medida que envejecemos y nos acercamos al final de la vida. Del mismo modo, se debe aprender a aceptar la pérdida de los placeres de este mundo. Es un enfoque moral de un Kawabata ya maduro quien, para reforzar su tesis, hace repasar a su personaje todas aquellas amantes que, en realidad, no le hicieron feliz, más bien le aumentaron el vacío, para acabar con el recuerdo de la madre moribunda, de su piel pálida, sus manos frías, el contraste del rojo de su sangre sobre las sábanas limpias… ese cuerpo ajado que, sin embargo, tanto amó. Y es que Eguchi, cada vez que entra en la habitación de terciopelo rojo pretende renacer gracias a la juventud de las bellas durmientes, pero el sonido del mar y el viento que llega de fuera no le deja perder conciencia de la realidad.
Kawabata describe los hermosos cuerpos con una gran minuciosidad y profusión de detalles, aunque sin abandonar jamás la perfecta elegancia y delicadeza, sin dejarse atraer en ningún momento por el recuso fácil de lo pornográfico. Todas sus imágenes son muy alusivas, consiguiendo una perfecta interconexión entre los sexual y lo espiritual, dejando bien claro que el valor y el significado de la vida de cualquier persona se aclaran a medida que se acerca al final de ella.
Recopilando, la acción de La casa de las bellas durmientes ocurre solo en la conciencia de Eguchi, pues las chicas de la posada ni actúan ni hablan. La única persona con la que interactúa Eguchi es la mujer que dirige la posada, una persona autodisciplinada y tranquila que rechaza las repetidas solicitudes de Eguchi para tomar la misma droga que pone a las niñas para dormir. Eguchi teme a la muerte y se siente atraído por ella. Utiliza sus experiencias en la posada y los recuerdos que evocan las chicas, tanto para afirmar su propia vitalidad como para enfrentar el vacío de la mayoría de sus encuentros con otras mujeres. Al carecer de conocimiento de los hombres que las besan y acarician, estas chicas permanecen incorruptas por la experiencia. Varían en edad y apariencia, pero todas representan a la mujer eterna. Eguchi las ve como encarnaciones de la complejidad de la vida. Sus recuerdos de las mujeres que ha amado, impulsados por las seis chicas, confirman tanto su placer en su propia capacidad sexual como su reconocimiento de su vacío moral y espiritual. Al igual que el Buda, las bellezas dormidas llevan a Eguchi al autoconocimiento. Despertándose, lo despiertan.
Durante las horas que pasa junto a estas muchachas, la tentación de romper las normas establecidas y aceptadas previamente va haciéndose cada vez más poderosa y debe hacer verdaderos esfuerzos para no ceder, lo cual refleja las tensiones internas en la mente de Eguchi. Pero no adelantaremos acontecimientos y dejaremos el desarrollo y final de este bellísimo relato para ser descubierto en su lectura.
Cuando Kawabata fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1968, se hizo hincapié en su capacidad para transmitir, mediante la ficción, la sensación de la forma de vida tradicional de Japón, algo que queda bastante patente en esta novela gracias a su énfasis en la psicología de la atracción sexual, que a la luz del enfoque explícitamente budista de la creciente comprensión de Eguchi de sí mismo, La casa de las bellas durmiente se convierte en un libro sobre un aspecto tradicional de la cultura japonesa.
“Yo en la vida he vivido siempre en el infierno” (Leopoldo María Panero)
EL LOCO He vivido entre los arrabales, pereciendo un mono, he vivido en la alcantarilla transportando las heces, he vivido dos años en el Pueblo de las Moscas y aprendido a nutrirme de lo que suelto. Fui una culebra deslizándose por la ruina del hombre, gritando aforismos en pie sobre los muertos, atravesando mares de carne desconocida con mis logaritmos. Y solo pude pensar que de niño me secuestraron para una alucinante batalla y que mis padres me sedujeron para ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos. He enseñado a moverse a las larvas sobre los cuerpos, y a las mujeres a oír cómo cantan los árboles al crepúsculo, y lloran. Y los hombres manchaban mi cara con cieno, al hablar, y decían con los ojos “fuera de la vida”, o bien “no hay nada que pueda ser menos todavía que tu alma”, o bien “cómo te llamas” y “qué oscuro es tu nombre”. He vivido los blancos de la vida, sus equivocaciones, sus olvidos, su torpeza incesante y recuerdo su misterio brutal, y el tentáculo suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies frenéticos de huida. He vivido su tentación y he vivido e pecado del que nadie cabe nunca nos absuelva.
Leopoldo María Panero temía a la muerte, aunque pareciera que la buscara, y por eso ella llegó sigilosa mientras dormía. Tenía 65 años y de ellos vivió más de cuarenta en los psiquiátricos.
Hijo de Leopoldo Panero, considerado poeta oficial del franquismo (aunque en su juventud coqueteara con las izquierdas), y de Felicidad Blanc, escritora y actriz, nació en Madrid el 16 de junio de 1948. Era el pequeño de tres hermanos: el también poeta Juan Luis Panero y el escritor y empresario hostelero Michi Panero, con quienes terminó enfrentado y sin apenas relación.
A los dieciséis años le diagnosticaron esquizofrenia, y aunque ello le acarreara problemas de adaptación, no le privó de escribir cerca de sesenta libros de poemas (más algunos de ensayos y narrativa) en los que se percibía su espíritu funambulista al borde casi siempre del abismo. Su poesía podía ser feroz y delicada, apasionada y perversa, siempre en el límite de los sentimientos enfrentados.
UN LOCO TOCADO DE LA MALDICIÓN DEL CIELO Un loco tocado de la maldición del cielo canta humillado en una esquina sus canciones hablan de ángeles y cosas que cuestan la vida al ojo humano la vida se pudre a sus pies como una rosa y ya cerca de la tumba, pasa junto a él una princesa.
Panero expresaba desde los manicomios su confusa visión del mundo con versos que podrían catalogarse de culturalistas y cismáticos, siendo algunos de ellos recogidos por José María Castellet en su antología Nueve novísimos poetas españoles (1970). Adicto al alcohol y a ciertas drogas, su canto era más bien un grito visionario donde los ratos de lucidez se enlazaban con los de locura creando un espacio maldito como reflejan algunos de sus títulos: “Poemas del manicomio de Mondragón”, “Piedra negra o del temblor”, “Heroína y otros poemas”, “Guarida de un animal que no existe” o “Abismo”.
Pero este “malditismo romántico” que le venía desde su adolescencia no era producto exclusivo de su problema psicológico, pues las presiones familiares con respecto a su educación y su comportamiento, así como las circunstancias ajenas, tuvieron mucho que ver en su degradación. Por ello, en sus poemas podemos encontrar muchas referencias al mundo mágico que proceden de las fantasías infantiles, pues siempre tuvo, referente a su niñez, un sentimiento de pérdida y destrucción. Otras, sin embargo, le vienen de sus vivencias con las drogas, el alcoholismo y la cárcel, sin olvidar sus varios intentos de suicidio.
EL LOCO MIRANDO DESDE LA PUERTA DEL JARDÍN Hombre normal que por un momento cruzas tu vida con la del esperpento has de saber que no fue por matar al pelícano sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros y que a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada de demonio o de dios debo mi ruina.
El tema de la locura es tratado por Panero como una revelación de sus sueños que aporta, de forma inequívoca, un cierto grado de lucidez en sus tinieblas existenciales. La transgresión es su grito de protesta y, al mismo tiempo, el tronco al que aferrarse para no hundirse. Es una poesía dura porque surge del dolor, aunque no es difícil encontrar en ella algún atisbo de humor. A medida que su vida iba cayendo en la oscuridad, el tema de la locura alcanzaría tintes cada vez más dramáticos.
EL LOCO AL QUE LLAMAN REY Bufón soy y mimo al hombre en esta escalera cerrada con peces muertos en los peldaños y una sirena ahogada en mi mano que enseño mudo a los viandantes pidiendo como el poeta limosna mano de la asfixia que acaricia tu mano en el umbral que me une al hombre que pasa a la distancia de un corcel y cándido sella el pacto sin saber que naufraga en la página virgen en el vértice de la línea, en la nada cruel de la rosa demacrada donde ni estoy yo ni está el hombre
“Los renglones torcidos de Dios” son, en verdad, muy torcidos. Unos hombres y unas mujeres ejemplares, tenaces y hasta heroicos, pretenden enderezarlos. A veces lo consiguen. (Torcuato Luca de Tena).
Los renglones torcidos de Dios es una novela inquietante, conmovedora en algunos momentos y angustiosa en otros, en la que nos internamos en un mundo confuso, peligroso e incomprensible que nos hace dudar de la realidad y de lo evidente, aunque, a la vez, nos llega a fascinar por lo enigmático y lo morboso que en sí encierra, además de por la intriga que se mantiene hasta el final.
En su prólogo a este libro, el psiquiatra Juan Antonio Vallejo Nágera afirmaba: “Es muy llamativa la afición de Torcuato Luca de Tena a los temas psiquiátricos, el acierto con que los desarrolla, la precisión de conceptos técnicos y la verosimilitud clínica de muchas de sus historias.”
Torcuato Luca de Tena la publicó en 1979 tras ingresar voluntariamente en el Hospital Psiquiátrico de Nuestra Señora de la Fuentecilla, en Zamora, “como un loco más entre los locos”, para convivir con los enfermos mentales y tomar notas de primera mano. De esta forma, casi todos los internos que aparecen en la novela corresponden a personas reales, aunque con el nombre cambiado, y los que son invención del autor fueron dotados de las características pertenecientes a otros que existieron en la realidad.
Sin embargo, esta obra no es un tratado de psiquiatría, sino una novela construida en torno el personaje central, Alice Gould, una mujer que, según asegura ella, es internada en el psiquiátrico con la intención de investigar algunas pistas que le llevasen a descubrir el autor, o autores, de un homicidio, pues todo le hacía pensar que esta persona, o personas, se hallaban dentro de este hospital. Alice afirmaba ser una detective privada que estaba llevando el caso de un cliente con la connivencia del propio director del centro, Samuel Alvar, quien, precisamente, coincidiendo con su ingreso en el centro, estaba de vacaciones, por lo que fue recibida por el doctor Teodoro Ruipérez, quien sería el primero en interrogarla. Seguidamente fue atendida por la enfermera Montserrat Castell, una muchacha muy agradable y bondadosa con la que no tarda en entablar una buena relación de amistad. Sin embargo, Ruipérez no se fiaba de su historia y sospechaba que pudiera padecer una paranoia, por lo que ordenó la realización de los exámenes pertinentes para comprobar su salud mental, pero Alice, mujer sumamente inteligente, cultivada y perspicaz, no se dejó dominar con facilidad. Sin embargo, la visión de aquel lugar y la indescriptible e inesperada colección de miserias humanas que allí se encerraban: aquellas personas que dan título a la novela como “los renglones torcidos de Dios”, estuvieron a punto de superarle en un primer momento y le surgieron diversos problemas de adaptación, hasta que conoció a Ignacio Urquieta, un joven educado y atractivo que destacaba del resto de internos por parecer completamente sano. Aunque en aquel mundo no era difícil que las cosas fueran diferentes a lo que parecían.
Con el regreso del director Samuel Alvar, que ella espera con ansia, todo se complicaría mucho más, ya que él aseguró no tener ningún acuerdo con ella, ni con nadie, para que Alice ingresara en el centro con la finalidad de llevar a cabo una investigación. Ella, muy nerviosa, pierde la compostura y agrede al director, por lo que le colocan una camisa de fuerza.
A partir de ese momento surgen las dudas, las confusiones: ¿Es Alice realmente lo que dice ser o es una mujer desequilibrada que se cree lo que su mente enferma imagina? Varios sucesos inesperados vienen a aumentar el desconcierto y sale a la luz la capacidad manipuladora y la maestría en el engaño de Alice para ir conduciendo la situación hacía donde a ella le interesa. Mientras tanto, todo un sombrío catálogo de seres torturados por los caprichos de la naturaleza y abandonados allí por sus familiares va pasando ante nosotros, como en un desfile de esperpentos y monstruosidades propios de una mente delirante. Aun así, la caracterización de los personajes está minuciosamente cuidada, el desarrollo de la trama tiene un ritmo ágil y está bien perfilada y la ambientación perfectamente conseguida, lo cual nos empuja hacia las profundidades de una historia que se debate entre la cordura y la locura que no nos dejará indiferentes y nos hará que miremos hacia nuestro interior con curiosidad no exenta de temor ante nuestras inesperadas respuestas.
Los temas que se plantean son muchos y variados, aun así, podríamos destacar la paciencia y bondades de las personas que realizan sus trabajos en el interior de una institución psiquiátrica, así como la dificultad de diagnosticar las posibles dolencias y lo peligroso que puede ser errar en algún tratamiento de las mismas o a la hora de dar el alta a los pacientes y su reincorporación a la vida cotidiana, y, sobre todo, la inmensa soledad en la que se encuentran gran parte de las personas internadas absorbidas por sus propias obsesiones.
Antes de concluir, no estaría de más dejar constancia de Torcuato Luca de Tena (1923-1999), aunque licenciado en Derecho, fue un periodista que ejerció de corresponsal en varios países repartidos por el mundo, hasta que llegó a director del periódico ABC y a miembro de número de la Real Academia Española. Escribió varias novelas, entre las que destacan Edad prohibida y la que nos ocupa, además de cultivar el teatro, la poesía, el cuento y el ensayo. A lo largo de su vida cosechó diversos premios y reconocimientos sobre su obra.